Nota 15/04/2008: Una versión de este poema fue incluida en la antología Poemas para un minuto II de la Editorial Hipálage.
Despertó reconociéndose cadáver, no era él, sino una copia de sí mismo, alojada en un escenario cualquiera. Metrópolis de cartón-piedra, inválidos, etéreas figuritas de papel esgrimidas por un trazo malsonante. Verbo líquido, discurso embalsamado, palabras a escurrir en la esclerótica. -Esbozadas, corregidas, censuradas.. ...para mayor gozo y diversión de nuestro distinguido auditorio. Voyeur escrutado por bambalinas, espectadores ficticios de lo irreal, durmiente atrapasueños. Replicantes publicando su sentencia: -Inverosímil El reo y el verdugo, la condena. ¿Un público de actores? El público perfecto
Este poema es una reelaboración de un texto que escribí hace unos siete años en un período de mi vida que califiqué de “surrealista” (en el sentido no artístico del término). Un buen día cuatro o cinco personas de mi entorno comenzamos a vivir situaciones disparatadas, absurdas metáforas surgidas como por arte de magia: Conversaciones paralelas en las que ya sabíamos lo que nuestro interlocutor iba a decir, palabra por palabra, al ritmo de nuestras voluntades. Como si, por algún extraño mecanismo de manipulación telepática, nuestros pensamientos pasaran a sus labios.
Cuando dos amigos, ahogando reflexiones en alcohol, hablaban sobre el punto clave que cruzaban sus vidas y la sensación de hallarse entre la espada y la pared, cayó del techo una pequeña araña que, durante cinco minutos, estuvo debatiéndose, pendiendo de su frágil hilo, entre las atónitas miradas de mis amigos que, por un segundo, fueron la araña.
Bebíamos, ciertamente, bebíamos mucho. Bebíamos durante toda la noche en locales de iluminación artificial. A las ocho de la mañana volvíamos al exterior, a una luz imposible, la calle más extraña que nunca, con ese tempo disonante que invade a todo aquel que vive en la rutina alterna. El mundo comenzó a ser difuso, algo ajeno y prefabricado de lo que no éramos más que asistentes eventuales.
Mantuvimos largos debates a dos bandas (en un grupo numeroso todo nos parecía ridículo, propio de alucinados conspiranoicos), cuestiones filosóficas que habíamos leído de pasada: Qué harías si te metieran en una máquina de copiar gente, sabiendo que no existía manera de saber si eras el original o la copia. Cómo podrías llevar semejante carga de incertidumbre.
Vivíamos esperando alguna extraña postal de felicitación para otra persona y, cada día que pasaba, nos sentíamos más alienados en una ciudad desconocida dónde todo (tal vez sólo nosotros) parecía estar loco.
El punto culminante de esta odisea irreal sucedió en las entrañas de “La Mala Vida”, un local nocturno cerca de Triana con buen ambiente, copas baratas y, la joya de la corona, un pequeño escenario al fondo donde escuchar música en vivo y, al final de la noche, la canción de Mano Negra que daba nombre al bar.
Cubría la entrada un falso techo, con la barra a mano derecha, el resto era algo así como un pasillo muy ancho y alto, con barras de madera donde poner las copas.
Allí estábamos, acodados y divagando, un amigo y yo cuando él, de espaldas al escenario, me dijo:
-Mira, ese es el escritor de nuestras vidas, mientras bebemos, escribe lo que vamos a decir
No entendía de que hablaba. Me dí la vuelta y seguí su dedo, apuntando por encima de la barra: Allí, sobre el falso techo, había un pequeño estudio, sin cuarta pared, con una mesa, una silla y algunos posters.Sobre la mesa una máquina de escribir y en la silla un chico tecleando tranquilamente en medio del estruendoso bar... como si fuera lo más natural del mundo, como si nadie pudiera verle. Maldita sea, casi parecía que pulsara al ritmo de los labios que boqueaban al unísono: Blaublau...blaublaublau, blau... blau?
El mundo se detuvo en mi burbuja. Me quedé blanca. Miré a mi alrededor.
Nadie parecía darse cuenta, tal vez a nadie le importaba... Yo misma había estado allí unas veinte veces y jamás lo había visto. Pero allí estaba, mi Jostein Gaarder particular diciéndome que mi vida era mentira, tal vez descubierto por alguna fisura argumental, sentado al borde del abismo de sus propias ficciones...
Los años han pasado y con ellos afortunadamente esas vivencias, singulares y estrictamente ciertas. Quizá sólo ha cambiado la interpretación de lo vivido, que ahí sigue, transcurriendo inverosímil, velado por una gelatinosa capa de realismo.
Pero jamás olvidaré aquella noche en La Mala Vida.