Cuando, hace no tanto tiempo, la violencia verbal y de baja intensidad pasaron de mera cuestión de etiqueta a supuestos tipificados en el código, la conciencia social viró hacia nuevas formas y sujetos de agresión a señalar con el dedo, considerando que, por acción u omisión, se vulneraban determinados derechos morales, religiosos o de pensamiento. La protección del honor e integridad personales alcanzó a los colectivos y, finalmente, las ideas.
La ficción en todas sus formas, aparentemente vacunada por su propia naturaleza y turbia historia, se convertía así en el último refugio de la incorrección, mientras otro tanto sucedía con el deporte respecto a instintos menos intelectuales. Pero con el tiempo incluso la falsedad consciente y representación bélica acabaron vinculándose a daños reales, protagonizados por aquellos incapaces de distinguirse de su propio reflejo, o demasiado susceptibles para no ver en toda metáfora una afrenta o modelo a imitar. Había nacido el fair play, ideal de perfección absoluta que nadie aplicaba, al que nadie aspiraba y que volvía inútil cualquier mecanismo de evasión.
Ya no bastaba con acotar la narración a un tiempo mítico o una galaxia muy lejana, ni castigar a los que atentaban contra un reglamento no escrito; el artificio debía nacer con la intención apropiada, y esta quedar tan patente que el único camino posible desembocó en un nuevo pacto ficcional, codificado bajo los símbolos de la inmadurez, el absurdo o la parodia: amores predestinados, fuerza de voluntad que todo lo supera, pacíficas revoluciones por viejos derechos ya asumidos, litros de sangre con cada tajo de espada, cabriolas imposibles a cámara lenta, comentarios jocosos ante situaciones de vida o muerte... un «saben aquel que diu», un «van dos por la calle», una larguísima toma falsa con el clarificador mensaje de «Señores, esto, además de ser mentira, es broma».
Y, nadie sabe cómo, las balas se transformaron en pintura.