Polígonos


La zona industrial de Miller, enclavada entre la ciudad originaria y los distritos que le usurparon su condición periférica —la ultraperiferia que llena la boca a los diputados isleños— constituye el cigüeñal urbano mejor comunicado de Las Palmas. Comienza entre las sedes de la policía local y los bomberos, prolongándose pendiente arriba hasta el antiguo tanatorio, donde una rotonda conecta los barrios de las VPO al depauperado centro comercial y la autovía que circunvala el municipio. Sus aceras son el escaparate para la veintena de ilegales que allí se apiña, cubo en mano, en busca de coches a los que sacar brillo.

Como un peaje entre dos mundos, junto a los viejos almacenes mayoristas y naves herrumbrosas se yerguen modernos concesionarios, espacios diáfanos destinados a la exposición que relegan sus talleres a subterráneos y anexos restringidos, demasiado toscos y grasientos para el delicado gusto comercial.

Aunque el puesto pertenecía a las discretas catacumbas del servicio post-venta, acudí a la entrevista en una de aquellas luminosas casas oficiales, cavilando sobre qué conocimientos podría ameritar ante doscientas candidaturas para la recepción del taller. En mi currículo no cualificado, dos años de logística cuartelera, una licencia de ciclomotor que nunca llegué a usar y el absoluto convencimiento de que cárter era un miembro del SG-1 y latiguillo esa expresión que uno repite mucho cuando habla.

No hallé otra ocurrencia más idiota que contar mi único vínculo con las dos ruedas; las que conducían mis ex. Sólo me faltó mentar la moto de Sugus en la contra del Mortadelo. El gerente —estaba también para camisa de fuerza— quiso saber si era lesbiana; no me malinterpretes, si mi hermana lo es, mera curiosidad. Hablamos de sargentos cabrones, de mi hija y del sueldo; negocié las vacaciones para que coincidieran con mis exámenes universitarios... la conversación habría hecho llorar a cualquier orientador laboral.

Cuando, un año más tarde, abandoné el puesto, me preguntó con sorna que si seguía siendo una culomoto.

Conseguí el trabajo, pero no por mi experiencia administrativa, comercial o sentimental. El hombre simplemente estaba convencido de que, habiendo sido militar, me sería fácil lidiar con el particular universo de los mecánicos, que generaban su propio campo de exclusión no apto para espíritus sensibles.

Gracias al cielo, aquella empresa no tenía departamento de recursos humanos. En ellos venir del ejército y parecer lesbiana no suele dar puntos.