Váyase usted a la UNED: el estudiante profesional y el trabajador autodidacta


En el año 2006, con 23 años y una niña pequeña, decidí retomar la carrera que, por una independencia precoz y -las cosas como son- hacer mucho el gilipollas, había sacrificado casi sin darme cuenta.
Consciente de mis limitaciones económicas y horarias, me puse un objetivo modesto -3 o 4 asignaturas al año- para, quizás al cabo de diez años, poder aspirar a algo más que repartir folletos, servir copas, hacer pizzas, picar datos, montar guardia, vender colchones, archivar facturas, atender a clientes furibundos y, en tiempos de bonanza, opositar infructuosamente.
Y si no me servía para mejorar laboralmente, al menos llenaría mi vida con el placer de aprender lo que me gusta y conocer gente con inquietudes similares; de pasearme por la biblioteca, la cafetería y las aulas universitarias; cerrar los ojos ante de mis apuntes y, por unas horas, sufrir el estrés colectivo previo al examen en lugar del de no llegar a fin de mes; imbuirme, en definitiva, de eso que llaman vida universitaria, una forma de evasión que sólo los estudios presenciales pueden dar.
Mi jornada transcurría más o menos así:
1-De 8:00 a 13:00 Trabajo de recepcionista
2-De 13:00 a 15:30 En vez de irme a casa a comer, me llevaba un tupper y aprovechaba para estudiar (o, según las circunstancias, sacar trabajo atrasado)
3-De 15:30 a 18:00 Más trabajo
4-De 18:00 a 20:00 Salía a escape, aparcaba encima de la acera y me metía a la segunda hora de la clase que tocara. Al resto directamente no podía asistir.
5-A las 20:00 recogía a mi hija de la guardería, parque o juegos, baño, cena etc... de media me acostaba entre las 12 y la una de la mañana.
Mis 30 días de vacaciones se repartían en dos quincenas, febrero y junio, coincidiendo con los exámenes, para hacer acto de presencia por las clases, mendigar apuntes y estudiar.
Antes del primer parcial tuve una discusión con un profesor de literatura que tenía la preciosa costumbre de pegarse medio año de baja, comunicándola con el suficiente retraso y retornando en el momento adecuado para no disponer nunca de un sustituto. Un lunes tras otro me jugaba un multa de tráfico para nada. Al tipo, naturalmente, mi cara no le sonaba
-Usted no puede presentarse al parcial porque no ha asistido a clase (como llegaba tarde, no anotaba mis asistencias puntuales). Además, no me ha traído un certificado con su horario.
-Sí lo he hecho, pero siempre me decía que tenía que entregárselo en las tutorías, y a esa hora estoy trabajando. (le entrego el certificado y él lo mira, como buscando algún defecto de forma)
-Bueno, es que usted me está pidiendo que haga una excepción y eso es injusto para sus compañeros que sí vienen al aula (algunos de esos compañeros asienten). Sólo le está permitido presentarse a la asignatura completa en junio (es decir, con el todo el temario y no sólo con lo impartido, que es lo habitual). No puede pretender un trato privilegiado.
-Yo no pido ningún privilegio, si falto no es porque quiera, sino porque no puedo venir.
-Entonces váyase usted a la UNED.

Con esta frase lapidaria dio por zanjada toda discusión. En otra materia, Lengua y Literatura Inglesa I, sin llegar a esos extremos, valoraron mi examen sobre 7 puntos (la asistencia era un 30% de la nota). Saqué un 6,7 y así quedó reflejado en mi expediente, otros, con un 6, recibieron un 9 como premio a su corporeidad. Pero, claro, no sé de qué me quejo, si es que soy una privilegiada.
Váyase usted a la UNED, hablemos pues, de cual había sido, mucho antes de tener esta conversación (visionaria que es una), mi experiencia con la universidad a distancia.
El plan de estudios no era el mismo, mientras en la ULPGC se había instaurado el plan de 1994 y el sistema de créditos, en la Filología Hispánica de la UNED seguían existiendo troncales como Historia de España o Griego Clásico. De este último yo no había visto nada en el instituto y el libro, que teóricamente partía de cero y estaba orientado al estudio en solitario era, hablando claro, una mierda. Así que terminé por tomar unas carísimas clases particulares (¿no era esto a distancia?) y mi profesora, filóloga clásica, se asombró del nivel de exigencia de la asignatura para un estudiante de hispánicas primerizo. Si todavía hay alguien por ahí que considera las carreras a distancia más sencillas que las presenciales (por eso de que el tiempo de clase puedes dedicarlo a estudiar), que se desengañe. La UNED, al menos lo que he visto, es jodidamente difícil, y ya desearían para sí muchos licenciados el nivel que se alcanza en ella.
Esto no es una crítica al sistema a distancia en sí, más bien lo contrario, sino poner de relieve que la UNED no es para que los currantes estudien en sus ratos libres; requiere la misma dedicación, o incluso más tiempo, que cualquier carrera presencial. No puedes presentarte en junio y, con lo que has oído en clase, una lectura superficial del temario y algo de labia, arreglártelas para sacar el aprobado. No existe eso de, como no da tiempo a verlo, no entra. No hay compañeros a los que preguntar ni profesores a los que llorarle tus penas. Los exámenes se corrigen en Madrid y el temario es el que es, sin excepciones.
Tengo dos amigos licenciados por la UNED, ambos eligieron carreras que no se ofertaban en la ULPGC y no tenían posibilidades mudarse a Tenerife. Trabajaban para pagarse la matrícula y los libros pero eran, ante todo, estudiantes. Y ahí está quid de la cuestión.
Porque, a ver si nos aclaramos, no es lo mismo un estudiante que trabaja que un trabajador que estudia.
Ambos saben lo que cuestan realmente sus estudios y han aprendido a valorarlos.
Los estudiantes que trabajan no deben preocuparse tanto con Bolonia y sus "estudios a tiempo completo". Sí, verán limitadas sus opciones, pero siempre habrá trabajos basura especialmente creados para ellos. Tal vez implique más sacrificios, pero ganarán con ellos la satisfacción -aunque suene a memez- de haberse sacado solitos las castañas, el permanente recordatorio de lo que les espera ahí fuera y, sobre todo, una madurez personal que tan necesaria parece ahora que todo el mundo habla del infantilismo y resistencia a la movilidad de los universitarios, en parte causada -qué ironía- por la profesionalización del estudiantado. Es más, para los que no lo necesitan una experiencia de este tipo debería ser materia obligatoria. Una pequeña porción de inspiradora realidad, a modo de incentivo.
Al trabajador que estudia: entre todos lo mataron y el solito se murió. No es, como ven, un problema inventado por Bolonia. Pero si antes un horario funcionaril aún permitía asistir a casi todo el turno de tarde (en los casos en que este existía), ahora la UNED deja de ser una opción autodidacta para convertirse en la única opción. ¿Esta es la libre elección, el mundo de posibilidades que pregonan?
El otro día escuché en la radio al rector de la Carlos III decir algo así como qué valor tienen entonces las clases si quien no asiste puede aprobar.
Yo, señor mío, valoro mucho las clases, tanto que no quiero abandonar el modelo presencial y estoy dipuesta a sacrificar muchas cosas por acudir. Esas muchas cosas, claro, no incluyen los garbanzos. Nadie dijo que estudiar fuera fácil, pero una cosa cosa es ser cojo y otra que te pongan la zancadilla.
¿Solución?, la misma que elegí cuando, al cumplir 16, llegué a COU y me apunté al paro: el turno de noche. Ahora ese turno y el de tarde (fui de las rara avis que lo cursó dos años voluntariamente) están desapareciendo a marchas forzadas de los centros de secundaria. Es curioso, porque no éramos pocos y en Canarias el índice de natalidad sigue al alza.
Supongo que ahora me dirán que no hay demanda, que sale muy caro o que siempre puedo irme a la UNED. Total, es mejor gastarse las perras en cursos de extensión universitaria para aprender taichi que en contentar a cuatro frikis que ya cotizan a la seguridad social.